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martes, 5 de septiembre de 2017

El traje de Narciso

Uno de esos (todos) días en los que Narciso pensaba en él mismo, en todo lo bueno que era ir por el mundo repartiendo supuestas verdades a quien quisiera o no escucharlas, escribiendo cartas aleccionadoras de páginas y páginas de largo, desechando gente solo porque pensaban diferente, alguien decidió ponerle un alto.

Narciso montó en cólera.

No era posible que a EL, al predicador bíblico, al dueño de la verdad absoluta, al más sabio de todos, alguien, se atreviera a confrontarlo.

“Pobrecito yo”, pensaba Narciso, “tan bueno, tan puro en pensamientos e intenciones, tan casto y tan absoluta y completamente dueño de todas las verdades del universo universal”…

Y Narciso, sin pensarlo dos veces, pasó de creerse el verdugo por antonomasia de las injusticias, victimario de los que según él, se creían más que los demás porque tenían más que él, de los padres sin moral ni capacidad de educar a sus hijos, de los niños que según el eran crueles y mal educados por padres ineptos con actitudes vergonzosas, a verse como una pobre víctima de todos los demás.

Y se metió en una piscina de autoconmiseración.

Y se le llenaron los oídos de agua.

Y lloró desconsolado…

Pobrecito él, Narciso.

Siempre tan bueno.

Siempre tan puro.

Siempre tan cauto.

Siempre tan santo.

Fantasioso y con un sentido grandioso de su propia importancia, se absorbió en sus propias fantasías del poder que le daba creerse lo que veía en el espejo ficticio de su imaginación desbordada.

Pobre Narciso, que se fue quedando solo, porque “era tan brillante su luz, que opacaba a los que se atrevían a compararse con él”.

Pobre Narciso el incomprendido, el genio poderoso y brillante, cuya genialidad y brillantez no era más que lo que él decía que era.

Pobre Narciso, que de tratar de comerse la luz de los demás, lastimando con sus palabras y acciones a todos los que alguna vez lo quisieron sin reservas, se quedó solo y a oscuras en esa piscina de agua fangosa y empozada.

Y es que Narciso creía ciegamente, que traía la era Mesiánica investido de verdad y portador de la luz que finalmente iluminaría al mundo.

Creía que era tan grande como los profetas y tan valioso como un dios.

Y se fue vistiendo con un traje de capas y capas de mentira, de dolor ajeno causado por él, del enojo de los demás, de la frustración de los otros ante sus falacias. Y el traje le quedó perfecto en un inicio, pero fueron aumentando las capas que lo formaban y Narciso dejó de verse a él mismo en su espejo. Ya no encontraba su imagen grandiosa y lo único que lograba ver, era la cara de un monstruo que aniquilaba lo que había a su alrededor con esa sed irrazonable de atención.

Un día, Narciso no amaneció.

Su traje de capas y más capas de mentira, de crueldad, de malas acciones, de palabras llenas de odio y engaños, terminó por comerse hasta el último pedacito de su posibilidad de existir.

Y solo quedó el traje.

El vestuario.

El disfraz.

Pobrecito Narciso.

Consumido por su propio odio. Por su arrogancia. Por su altivez y prepotencia. Por su falta de empatía. Por la envidia que sentía de los demás. Por tantas palabras escritas con maldad y ganas de hacer doler, detrás de una pantalla a modo de escudo.

Por todo eso que era la realidad de lo que era.

Pobrecito Narciso.

Por su incapacidad de ver que los demás a los que tanto despreciaba, eran al final quienes lo hubieran acompañado hasta el final de su vida.

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