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viernes, 21 de agosto de 2015

Solo queda el recuerdo

Recuerdo como si fuera hoy de mi primer día en el kinder.  Era tempranito en la mañana y cuando llegué, mis nuevos compañeros estaban haciendo una ronda en el jardín.  Al entrar yo, una de ellos se volvió a verme. Tenía unos ojos verdes preciosos, pero su mirada fué muy poco amistosa.  Yo entré en pánico. 

Teníamos 4 años.

No logré calzar en la clase, mis compañeros se dieron cuenta que me sentía insegura y empezaron a molestarme.  Yo no sabía defenderme y al pasar el tiempo, la situación se puso cada vez peor, con el agravante de que mis papás optaron por creer que lo que poco que yo me atrevía a contar, era mentira o exageraciones.  Así, me fuí convirtiéndo en una niña triste, retraída, callada y solitaria.

La indiferencia de mi núcleo mas cercano ante lo que me estaba pasando, era total.  Cuando le decía a mi papá, su respuesta era que yo era hipersensible y que tenía que aguantar porque al final todo eso me iba a hacer fuerte.  Mi mamá simplemente miraba al otro lado.  Los profesores decían que lo que yo contaba no era cierto y que no fuera “acusetas”.

Nunca se gestionó una reunión con el colegio. Mucho menos con los otros padres.

Mientras tanto, el maltrato verbal pasó a la agresión física, trascendió a otros grupos del colegio y llegó a cosas como que muchachos mayores me arrebataran la merienda, la escupieran y me la volvieran a dar para que me la comiera.

No quería ir a la escuela nunca e ideé diferentes mecanismos para hacerles creer a mis papás que constantemente estaba enferma.  Aprendí a provocarme ataques de tos, llegué a tomar pastillas desconocidas para enfermarme y permanentemente inventaba síntomas y dolores.  Mis notas sufrían por todo esto y cuando mi familia se daba cuenta que yo en realidad no estaba enferma, me tachaban de mentirosa, insegura, vagabunda, tonta y superficial.

Hace unos años, una señora, mamá de un estudiante del mismo colegio en ese tiempo, me contó que yo me acercaba a su carro en las mañanas y le suplicaba que me llevara de ahí. Yo no me acuerdo de esto, pero si recuerdo la sensación de estar completamente sola en el mundo y de una desprotección absoluta.

No fué sino hasta que ya sucedió un incidente de agresión verbal de violencia enorme, que hizo que me paralizara por completo y que por primera vez sufriera una ataque de pánico incontrolable, cuando mi mamá fue a mi clase y puso en evidencia a las personas que durante años me habían maltratado.

Al final de ese mismo año me pasaron de colegio.

Mucha agua ha pasado bajo este puente. 

Todos crecimos y maduramos. Mis excompañeros y yo hemos hablado mucho del tema. Hemos hecho las paces. Somos amigos. Puedo recurrir a ellos cuando tengo un problema y ellos pueden hacer lo mismo conmigo. Han sido parte de mis alegrías y han estado para mi en mis momentos difíciles.  Algunos de sus hijos coinciden en los grupos de mis hijas y son amigos.

Aunque podría sonar como una excusa y ninguna forma de maltrato es aceptable, yo puedo entender ahora, después de muchas conversaciones, que los que me lastimaron, tampoco la pasaban muy bien, ya fuera por lo que vivían en sus casas o por lo que también vivían en la clase.  Todos sabemos que eso efectivamente no es una excusa para lo que yo sufrí.  Pero ya como adulta y mamá he pensado mucho en cuán diferente podría haber sido nuestra historia si tanto nuestros padres, como el colegio, hubieran prestado atención, escuchado atentamente a lo que pasaba en nuestro grupo y tomado cartas en el asunto.

Porque no pasaba solo conmigo, no pasaba solo en mi clase y continúa pasando.

A diferencia de lo que se vivió en mi época, el bullying de hoy, trasciende las fronteras de los colegios y se ha adueñado también de los medios virtuales, destrozando las vidas de muchas personas gracias al inmenso potencial de alcance que tiene y de la certeza que tienen los que son acosados y agredidos, de que el maltrato no acaba al salir del centro estudiantil. 

Ningún niño o adolescente está exento de ser víctima y más de uno se convierte en victimario por pura presión social. 

¿Dónde empieza nuestra responsabilidad como adultos y padres?

¿Qué podemos y debemos hacer al respecto?

A los niños que son maltratados les da pavor que los adultos intercedan por ellos, porque saben que eso usualmente resulta en un maltrato mayor.  Pero de cualquier forma, debemos prestar atención y tomar acción.

Efectivamente hay niños más sensibles que otros, pero si un niño dice constantemente que no se siente a gusto en su grupo, si no habla nada positivo de sus compañeros, si se lo nota retraído o angustiado con respecto al colegio, si no tiene ni un amigo en quien contar, inmediatamente se debe tratar de profundizar en el tema.  

Hablar con ellos y escucharlos seriamente es básico.

Debemos establecer y sostener una estrecha relación con el equipo de profesores y sicólogos del lugar de estudio, para mantenerlos enterados en caso que algo suceda y para estar al tanto nosotros también.  El centro educativo debe ser puente entre los padres para que la comunicación sea frecuente, viable y conciliadora.

Como padres, tenemos que ser objetivos con respecto a nuestros hijos, porque si bien es cierto, a nadie le gusta escuchar que su hijo agrede o maltrata a otro, es nuestra obligación moral revisar su comportamiento y corregirlo si efectivamente está maltrando a alguien mas. 

No es suficiente criar bien a los hijos. Es necesario educarlos para que hagan el bien. 

Esto va más allá de no agredir.  Debemos educarlos para que si saben que alguno de sus compañeros o un estudiante ajeno a ellos esta siendo maltratado, salgan en su defensa. 

Si se quedan callados, son cómplices del maltrato.

Es de vital importancia fortalecer a nuestros hijos en sus cualidades y reforzarlos para que sean capaces de enfrentarse al “Bully” en una forma asertiva.  A veces la mejor forma de desarmar a quien nos maltrata es ponerlo en evidencia.  Preguntarle por qué hace lo que hace.  Preguntarle cuál es su intención frente a los demás, y demandar su respuesta.   

Pero ante todo, estamos en la obligación de ser los adultos de la situación y en darle a nuestros hijos la absoluta seguridad de que no somos indiferentes ante lo que ellos viven.  Hacerlos entender que aunque todos tenemos problemas, ser agredido es grave, nadie lo merece y se le debe poner un alto.

Cuando decidí inscribir a mi hija en aquel colegio del cual salí huyendo, tuve la primera conversación cara a cara con aquella compañera de ojos verdes, después de mas de 18 años.  Ella empezó la conversación.  Me dijo que si alguien le hiciera a sus hijos lo que ella me hizo a mí, ella mataría.  Yo le contesté que esperaba que eso nunca fuera necesario y que ya éramos adultas. Pero también le dije que la piel que tengo hoy es la misma que tenía mientras fui su compañera y que a pesar de que hacía mucho tiempo había perdonado, lo que viví me había marcado para siempre.

Yo se que a todos nos marcaron esos años.  Hoy tenemos una sensibilidad distinta.  Se que de haber habido una intervención a tiempo por parte de los adultos involucrados en nuestras vidas, hubiéramos descubierto que eran muchas mas las afinidades que nos unían que las diferencias que nos separaron. 

Hoy somos amigas y de la niña triste, retraída, callada y solitaria, solo queda el recuerdo.

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