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domingo, 27 de septiembre de 2015

Shit happens

Aunque nos quieran vender lo contrario, nada es una constante. Nada. Ni la salud, ni la felicidad, ni el amor, ni los trabajos, ni el estado de ánimo, ni el dinero.

Ese mito que nos han metido en la cabeza solo termina atentando contra nuestra estabilidad emocional y de alguna forma, nos pone en una situación de permanente desventaja y de constante comparación con lo que tienen, hacen o sienten los demás y peor aún, hace que tratemos de estar a la altura exacta de estándares ficticios.

Esto hace también, que sintamos que todo lo que pasa tiene relación directa con nosotros y que por ende vivamos buscándole la “quinta pata al gato” y en permanente estado de alerta y defensa.

¿No sería mas fácil si pudiéramos ver las cosas que pasan solo así, como cosas que pasan, no como cosas que siempre NOS pasan?

Nos haríamos más fácil la vida si pensáramos que todo lo que pasa tiene que enseñarnos algo.

¿Por qué necesitamos permanentemente buscarle respuestas a todo?

Cuando hace poco mas de 2 semanas se murió mi mascota Pooky, que fue una de mis hijas perrunas, en medio de la enorme pena que sentimos, mi hija mayor me preguntó muchas veces por qué estaba pasándonos esto. A pesar de que soy una persona altamente reflexiva, me quedé sin poder responderle porque simplemente fue algo que no tenia ningún sentido ni respuesta alguna.

Pooky se enfermó y se murió.

Simplemente pasó.

Así de claro y sencillo.

Asumir esto me sorprendió enormemente. Me sorprendió más el descubrir que no era necesario encontrarle la respuesta. Sacando el racionalismo de la ecuación, me conecté con el dolor de mi pérdida y pude llorarla mucho mucho.

“Shit happens”, es una pequeña pero poderosa frase en inglés que traducida literalmente quiere decir que a veces la mierda sucede. Esta frase, un poco mejor explicada se traduce en que hay cosas que solo pasan porque si.

Creo que el desapego, cambio o ruptura con algo o alguien, nos sacude en lo mas profundo y necesitamos poder racionalizarlo de alguna forma para asimilarlo y terminar aceptándolo porque de otra forma, el trago se hace imposible.

Pero creo también que parte de madurar está en entender que a veces, lo que pasa simplemente pasa y que no tiene que ver directamente con nosotros.

No somos siempre los protagonistas de todo.

No todas las historias se relacionan con nosotros y no siempre tenemos la obligación de sacarle la moraleja.

Hacerme esta propuesta me abre un panorama nuevo e inexplorado y de repente deja fluir las presas de angustia que he acumulado con el tiempo.

No todo tiene que ver conmigo.

No todo me compete.

No todo se refiere a mi y no, no tengo que buscarle la respuesta a cada una de las situaciones.

¿Qué logro con esto?

1. Fluir: Al no buscar la relación directa que tiene conmigo lo que ocurre, logro una mejor perspectiva propia y no me aferro a lo sucedido. No lo hago mío. Lo dejo fluir, permitiendo que únicamente me afecte en la medida en que yo lo desee. Eso inmediatamente me deja decidir qué quiero aprender y hace el dolor y la angustia mucho mas llevaderos.

2. Independizarme de las circunstancias ajenas: Ejemplo. El mundo está en crisis, pero YO, con la independencia que da el desapego, puedo ver las oportunidades que esta crisis presenta para mi, en lugar de caer en el pozo de negatividad colectiva. De esta forma puedo elaborar estrategias personales que me coloquen en un lugar más ventajoso.

3. Salirme del protagonismo: La gente hace cosas. No necesariamente ME hace cosas. Esto me quita del “centro del escenario” y me obliga a colocarme como una espectadora de las acciones de los demás, pero no como el receptáculo permanente de esas acciones. Así, puedo avanzar sin quedarme pegada preguntándome eternamente por qué ME hicieron daño. Ponerle fin al “complejo de persecución” me permite entender que lo que los otros hacen no tiene que quedarse grabado en mi memoria emocional como si fuera un agravio personal.

4. Des-victimizarme: Es muy fácil convertirse en las víctimas permanentes de las circunstancias. Es lo MAS fácil. Pero si siempre nos le presentamos de ésta forma a la vida, la vida nos va a seguir viendo y tratando así hasta que nosotros cambiemos la perspectiva. Efectivamente, todos pasamos por cosas muy duras.

Todos.

Pero los grandes ganadores de la historia, los ejemplos a seguir, los que nos motivan y hacen crecer, son los que a pesar de caer mil y una veces, se levantan, cojean un rato sin dejar de avanzar y llegan a nuevo puerto con la sonrisa en la cara y la bandera del “Si se puede” en alto.

5. Empoderarme: Al salirme del protagonismo de las situaciones que se dan o de las acciones de los demás, inmediatamente vuelvo a adueñarme de mi misma y de mis emociones y como resultado, logro que lo que sucede no me sacuda sin control. Me empodero. Al empoderarme y salirme de la espiral del “pobrecita yo”, puedo entrar en contacto con lo que quiero para mi vida y llamarlo, pedirlo claramente y aceptarlo cuando llega.

6. Reconectarme: Todo lo anterior me obliga y me permite estar conectada conmigo misma, con mi fuerza interior, con mi capacidad de perspectiva, con mi paz. También de esta forma, puedo tener mucho mas claro cuando sí tengo que defenderme de algo que no está bien.

Así, de repente, entendemos que aunque llueva y nos empapemos, simplemente llovió. No NOS llovió. La próxima vez, llevaremos sombrilla.

Entendemos que aunque un cliente no apruebe un proyecto por el que trabajamos mucho, no lo hizo porque le cayéramos mal. El o ella, tienen la potestad de decidir y quizás simplemente hubo variables específicas que le llevaron a tomar esa decisión. La próxima vez presentaremos un mejor proyecto si consideramos que así debe ser.

Que aunque alguien a quien amamos se enferme y/o se muera, tenemos que entender que eso no NOS lo manda D-os como un castigo.

D-os no castiga.

Antes de pensar en lo que nosotros podemos sentir con la enfermedad del otro, tenemos que pensar en el enfermo y salirnos nosotros de la ecuación. Por otro lado, la muerte es lo único seguro que tenemos y tenemos que verla así y dejar ir con amor.

Aunque nuestros seres queridos tomen decisiones opuestas a lo que deseamos y eso nos duela o nos frustre, usualmente no lo hacen por HACERNOS un daño o llevarnos la contraria. Es SU decisión y ellos tendrán que aprender de ella.

Si le ponemos el nombre de "problema" a todo, todo será un problema. Si le ponemos el nombre de tragedia a todo, todo será una tragedia. Pero por el contrario, si ponemos las cosas en la perspectiva correcta, cambiamos de palabras para definir algo que nos pasó o nos está pasando y lo vemos como circunstancia o situación, sin miedo y con tranquilidad, nos vamos a dar cuenta que somos nosotros mismos los que tenemos el poder de poner a la vida de nuestro lado.

Lo único permanente es el cambio. Nos guste o no.

Nadie piensa como nosotros.

Nadie reacciona exactamente como nosotros quisiéramos.

Pero ni D-os castiga, ni la vida, ni la gente, ni las cosas que pasan están en contra nuestra.

La vida está siempre lista, como un buen Boy o Girl Scout, para darnos lo que queremos y lo que le pedimos.

Un cambio de perspectiva a veces más que necesario, es obligatorio, porque efectivamente, “shit happens”.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Corazón de perro

A lo largo de la vida he tenido la enorme suerte de ser la mamá de muchas mascotas. Nací con ese instinto maternal y ellas siempre me permitían ejercerlo con propiedad. Cada vez que íbamos a la playa, adoptaba al perro de turno, al que consentía y amaba con total entrega, para desesperación de mis padres y hermanos y para la tragedia familiar completa cuando tenía que dejarlos para volver a la ciudad.

Siempre hubo mascotas en mi casa y eran mi compañía constante, aparte de otra de mis responsabilidades. Ya desde pequeña, entendí que no podían cuidarse o alimentarse solas y aunque en ese tiempo no me hiciera tanta gracia ser la única que se encargaba de ellas, hoy lo veo como una bendición, porque aprendí de la vulnerabilidad, amor y agradecimiento de estos seres maravillosos.

Suki ya estaba en casa de mis padres cuando nací. Me sintió competencia desde el principio y me gruñó y trató de morder hasta el último día de su vida. Pero fuí yo la que la recogió de la calle cuando la atropellaron y la lloré a mares cuando se murió.

Un par de meses después, mi papá trajo a la casa una bolita de pelos blanca y café. Era una sorpresa para mí y me la dió con la advertencia de no subirla a mi cama, pero como ella no dejaba de llorar y yo era muy obediente, bajé el colchón al piso y Lucy y yo dormimos juntas plácidamente.

En mi adolescencia, Lucy tuvo cachorros y de estos, nos dejamos a Suky (con Y al final para no repetir), que era un amor total. Ellas siempre estaban conmigo o yo en el jardín con ellas. En esa época que no me fue fácil, eran la compañía fiel y constante que tanto necesitaba.

Al morir Lucy a sus 16 años y para que Suky no se quedara solita, compré a Chantall, una Cocker Spaniel preciosa, pero más loca que una cabra, que resultó omnívora y arrasó con todo lo que se le puso al paso, desde los muebles de la casa, hasta las flores que mi mamá había sembrado y cuidado con pasión y esmero por muchos años. Para tratar de alejarla de las flores que quedaban vivas y ya bajo la amenaza de mi mamá, que me había dicho que a la próxima flor comida o se iba la perra o me iba yo, se me ocurrió la brillante idea de “fumigarlas” contra Chantall, e hice una bomba de los chiles mas picantes que pude conseguir.

Dato interesante. Los perros son insensibles al chile, pero las flores no.

Terminé por asesinar la última planta de flores de Aves del Paraíso que quedaba en el jardín y Chantall fue a dar a otra casa con jardín pero sin flores, donde vivió hasta el final de sus días.

Después adopté a Chubi. De raza desconocida, pero con algo de Schnauzer, era amorosa y de una simpatía incomparable. A pesar de haber tenido mascotas siempre, Chubi fue la primera con la que establecí una conexión que trascendía las especies. Pero esa enana de personalidad irrefrenable, en una de tantas escapadas, murió cuando la atropelló alguien que ni siquiera se detuvo al golpearla. La lloré al punto de la desesperación.

Unas semanas después, al ver que no se me pasaba la pena, mi familia y amigos me insistieron en que comprara una cachorra que me sacara de la tristeza.

Así llegó Iofi a mi vida. Vivimos en una relación de amor profundo ella por mi y yo por ella y cuando me casé, pasó a ser mi primer bebé. Iofi paseó conmigo a donde yo fuera. Andaba en Kayak, se portaba como una reina, comía sandía y era parte fundamental de mi vida. Cuando nació mi primer hija, no le hizo mucha gracia y en señal de protesta, rompió varias prendas de ropa y esperaba el menor descuido para ir al basurero lleno de pañales sucios, sacarlos y esparcirlos por toda la casa…

Al pasarnos de casa, ella quiso volver a donde vivíamos antes y se perdió. Me dediqué a empapelar de carteles con su foto, toda la ciudad e incluso, logré que en una emisora radial, pasaran la noticia de que ella estaba extraviada. Nada. No hubo noticias hasta que 3 meses después, recibí la llamada de un muchacho que había visto uno de los carteles. El la había recogido y la había cuidado durante ese largo tiempo. Me la devolvió y mi corazoncito volvió a tener paz. Un tiempo después, enfermó y a pesar de tratar de salvarla, murió demasiado joven.

Un par de meses después, compré a Luna, otra Schnauzer que nos llenó de alegría con su dulzura. Ya para ese entonces, mi hija menor había nacido y entre ella y mi hija mayor, la vestían con ropa de muñecas y la paseaban en un coche como si fuera un bebé. Ella lo soportaba todo y nunca hizo ni el intento de defenderse. Luna se enfermó de Distemper por un error en el tiempo de las vacunas. Tuve que dormirla y con ella también se fue un pedazo de mi corazón.

Esa noche, tuvimos que ir al supermercado y al pasar por la veterinaria del lugar, mis hijas vieron que había un par de cachorritos Schnauzer. Después de haber llorado toda la tarde, mis hijas me rogaron que entráramos.

Dos minutos después estábamos las tres sentadas en el piso jugando con los cachorritos.

Tres minutos después, mis hijas en coro me rogaban llevarnos a la hembrita.

Diez minutos después, Pooky era nuestra.

Pooky se convirtió en mi otra hija. De una naturaleza noble y fiel, juguetona, dulce, amorosa, inteligente y con una personalidad mas grande que ella, se volvió mi sombra, mi compañía permanente en las buenas y en las malas.

Cuando nos volvimos a pasar de casa y llegaron nuestros otros “perrijos”, Pooky mantenía su status de reina indiscutible.

Al sepárame y finalmente divorciarme, me angustiaba mucho saber que iba a dormir sola y fue Pooky la que ocupó el otro lado de mi cama, pero roncaba tanto y a tal volumen que tuve que sacarla del cuarto a los pocos días. Aun así, esta pequeña, era mi fuente de consuelo. Solo tenerla cerca me llenaba de paz.

A los meses de haberme separado, decidí que necesitaba un tiempo de reflexión y me fui por unos días a la playa. Solo Pooky fue conmigo.

Pooky y yo.

Terminé por aceptar sus ronquidos y durmió a mi lado la mayoría de las noches. Me acompañaba a llevar y a buscar a mis hijas al colegio. Cuando me sentaba a trabajar insistía hasta que la subía a mi regazo y ahí dormía plácidamente.

En un paseo de tantos al parque, vio un tobogán y para nuestro asombro, corrió, se coló en la fila de niños y se tiró no una sino muchas veces. Hizo lo mismo en cada tobogán que encontró en su camino por la vida.

Fue a la playa conmigo y mis hijas decenas de veces y me esperaba paciente y amorosa hasta que salía del agua, para hacerme una fiesta de bienvenida y después revolcarse en la arena hasta quedar completamente camuflada. Amaba los bananos, el mango, la papaya y el chocolate. Una vez la dejamos en la casa y al volver, mi hija menor se encontró con que un chocolate enorme, ya no estaba…Pooky se lo había comido y se infló como un globo aerostático.

Tenía juguetes propios y sabía distinguir entre la bola, las medias (nada mejor para destrozar que un par de medias viejas) o el “bicho”, un juguete para bebés que amaba con pasión. Me traía los juguetes y no me dejaba tranquila hasta que me levantaba a perseguirla mientras ella feliz “se me escapaba”.

A lo largo de momentos difíciles, Pooky fue mi compañerita silenciosa.

Recuerdo claramente estar un día en mi cama pensando muy angustiada, en que tenía que dejar mi casa y pasarme a otra con mis hijas. Pooky estaba, como siempre, hecha una bolita a mi lado. De repente, caí en cuenta de que no importaba cuán pequeño fuera el nuevo lugar, cuán lindo, nuevo o lujoso. Nada de eso variaba en lo más mínimo el amor de ella conmigo. Eso me dio la fuerza para poner todo en la perspectiva correcta, para hacerles entender a mis hijas exactamente lo mismo y nos hizo mucho mas fácil el trance.

Pooky se fue poniendo canosa.

La cabecita pasó de ser gris a casi completamente blanca y de repente la vimos renquear un poco. Pensamos que se había lastimado la patita jugando y no nos preocupamos mucho. Empezó a perder peso y la llevé a la veterinaria. Parecía tener una displasia leve que con medicamentos se le iba a aliviar. A pesar de mantenerla en la mejor condición posible, la vimos deteriorarse poco a poco hasta que la semana pasada la llevé nuevamente a la veterinaria porque no estaba comiendo nada y había vomitado durante algunos días. La hidratamos y por dos días volvió a ser la misma, juguetona, feliz y comelona.

El jueves pasado empezó nuevamente a vomitar y la llevé de emergencia al hospital veterinario, jurando que lo que tenía era algo gastrointestinal.

La noticia del día siguiente nos dejó devastadas. Fallo renal agudo. Presión arterial elevadísima. Creatitina en niveles críticos. Un pésimo pronóstico por una enfermedad degenerativa y completamente silenciosa. Pasé gran parte del viernes con ella tratando de animarla, hablándole mucho y sin dejar de besarla y acariciarla. Se veía tan chiquitita y débil. Lloré y lloré y lloré, pero traté de no perder la esperanza de que pudiéramos estabilizarla y traerla de nuevo a casa.

Para el sábado no solo no había mejoría, sino que le costaba respirar. Mis hijas y yo estuvimos muchas horas con ella, dándole ánimo y todos los mimos que pudimos mientras llorabamos intermitentemente. A las 11 de la noche nos fuimos y la dejamos en la cámara de oxígeno, con la fe de que al día siguiente iba a amanecer mejorcita.

Me llamaron a las 11 30 pm.

Pooky murió de un paro cardiorespiratorio, aunque trataron de reanimarla por mucho rato.

Yo no estaba con ella y no me lo voy a perdonar nunca. Yo le había prometido que la iba a acompañar y no pude. No pude, no me lo perdono y espero que ella si lo haga.

La enterramos el lunes en un lugar precioso, lleno de naturaleza, árboles y vida.

Hoy, buscando consuelo en los recuerdos, solo puedo echar la mirada atrás y pensar en todo lo que he aprendido de cada uno de mis mascotas.

He aprendido a dejarme dar besos mojados y babosos.
He aprendido a leer en sus ojitos mucho de lo que no pueden decirme verbalmente.
He aprendido que de nada me sirven los sillones de mi casa si no puedo compartirlos sin reservas con quienes me aman.
He aprendido que añoro el olor a perro cuando estoy lejos y cuando llego a mi casa amo que sea eso parte de lo que me recuerde que es mi hogar.
He aprendido acerca de la incondicionalidad del amor.
He aprendido que si alguien se toma el tiempo de hacerme una fiesta al recibirme, aunque haya salido por solo 30 segundos, yo le debo mi tiempo de caricias y afecto.
He aprendido a valorar las cosas pequeñas, la compañía silenciosa, los ojos puros y sin un gramo de malicia.
He aprendido acerca de mi propia capacidad de entrega y de cómo a pesar de intentarlo, nunca será comparable a la de ellos.

He aprendido que por mucho que tratemos nuestro corazón humano jamás será comparable en capacidad de amor, al corazón de un perro.

Suki, Lucy, Suky, Chantall, Chubi, Iofi, Luna, Lulú, Blacky, Pepper y mi Pookyta preciosa, yo que si creo en el más allá, les pido que cuando me toque irme, me ayuden a pasar.


viernes, 4 de septiembre de 2015

La otra.

Mis papás empezaron con problemas matrimoniales desde muy temprano en su relación. Yo fui lo que acá en Costa Rica, llamamos “un gol” y nací 10 añós después de mi hermano.

Siguieron casados 12 años mas después de mi nacimiento.

Tengo muy pocos recuerdos de mis padres juntos. Recuerdo verlos bailar en algunas fiestas y reuniones de amigos en la casa. Recuerdo una sola vez verlos darse un beso en un cumpleaños de mi papá. Recuerdo una vez que mi mamá le vació la tetera entera en la cabeza después que el le había dicho alguna cosa fuera de lugar. Yo estaba al lado de mi papá y me asusté mucho, pero después se empezaron a reír y la cosa no pasó a más.

Ninguno era una perita en dulce y ambos eran profesionales de talla mayor, con exigencias propias de sus puestos y aspiraciones claras. Excelentes en lo que hacían, pero de temperamentos irascibles ambos, no cuidaron su vida de pareja y la brecha se fue haciendo enorme e insalvable.

A pesar de ser pequeña, sentía que ellos vivían vidas separadas. La casa siempre estaba callada. Yo almorzaba sola cuando llegaba de la escuela porque mi mamá usualmente estaba trabajando y cenaba sola también porque mi papá llegaba muy tarde del trabajo y mis hermanos eran mucho mayores que yo y cada uno tenía actividades propias.

Yo no entendía mucho de la convivencia de una pareja, pero me sorprendió cuando mi papa se pasó a dormir al cuarto que hacía unos años había desocupado mi hermana mayor al casarse. De repente, ese cuarto se convirtió en algo así como su apartamento dentro de la casa. Ellos casi no se dirigían la palabra y el ambiente era tenso e incómodo. Tanto la puerta de ese cuarto, como la puerta del cuarto de mi mamá estaban siempre cerradas.

Mi relación con mi papá era de un amor profundo. Yo me sabía su muñequita y el siempre me decía con cara de embobamiento que era “la luz de sus ojos”. Si el planeaba hacer alguna actividad con mi hermano, yo me colgaba como una mona y protestaba hasta que finalmente iba con ellos. Todos los fines de semana salíamos al club y cuando el nadaba en la piscina yo me agarraba de su espalda y el me paseaba. Cuando íbamos en el carro, el cantaba siempre y me sentaba en sus regazos para que yo “llevara la rueda”. Todos los domingos teníamos un ritual a partir de las 6 de la tarde. El se echaba en la cama y yo me le acurrucaba. Así veíamos juntos El Chavo, La Casa de la Pradera y Odisea 2001. Era NUESTRO momento.

Tenía 11 años cuando un sábado escuché que mi papá hablaba por teléfono con una tal Clara y le decía “mi amor”. No entendí porqué mi papá le decía “mi amor” a alguien mas que a mi mamá o a mí. Pero como mi mamá tenía una amiga muy cercana con ese nombre pensé que hablaba cariñosamente con ella. Un poco confundida lo miré y el, al percatarse de mi presencia cortó rápido la llamada. Por supuesto que no me atreví a preguntar nada.

Mi mamá sospechaba y las discusiones feas iban en aumento.

No pasaron muchos meses hasta que las sospechas de mi mamá se confirmaron y Clara salió a la luz, después de 8 años de relación clandestina con mi papá. No era la amiga de mi mamá. Era una mujer cualquiera, que obviando que mi padre era un hombre casado, se convirtió en “la otra”.

No pretendo en ningún momento culparla de los devaneos extramaritales de mi padre. Ella fue una de las tantas y a la que le tocó ser el detonante final para que todo estallara. Tengo más claro que el agua, que el responsable inicial fue el. Pero por un principio de decencia básico, si a uno lo invitan a entrar a un lugar prohibido, uno tiene la potestad de rechazar la invitación y Clara ni lerda ni perezosa aceptó gustosa.

Al concretarse el divorcio, casi inmediatamente mi papá pretendió que entabláramos una relación con ella, quien pensó que las cosas le iban a resultar fáciles. Yo tenía para ese entonces 12 años y de ninguna manera dejé que ella entrara a mi vida. La vi si acaso un par de veces y nunca fui irrespetuosa pero si fría como un témpano de hielo.

Yo veía poco a mi papá y lo poco que lo veía eran momentos terriblemente tensos y llenos de reproches hacia mi mamá, que yo no sabía cómo enfrentar y por ser tan pequeña no comprendía que no tenía porque ser partícipe, pero no sabía como defenderme. Por otro lado, vivía lo mismo en mi casa. Las palabras amorosas se convirtieron en frases llenas de amargura y odio por ambas partes que yo desesperadamente trataba de evadir sin lograrlo.

En mi cabecita de niña, no cabía la noción de que mi papá al divorciarse de mi mamá se había divorciado de mi. Pero así me lo dijo el y así se esforzaba por hacérmelo sentir. Aunque yo no tenía nada que ver en sus problemas, yo era la “hija de mi mamá” y por ende, receptáculo inmediato de todo lo que el pensara de ella.

Clara, por el contrario, era “la mujer maravillosa, casera y que me da la atención que tanto necesitaba y que tu mama (así sin tilde), no me dio nunca”.

Estaba profunda y terriblemente celosa. No podía entender de ninguna forma cómo el podía preferirla a ella que a mi que era su hija, “la luz de sus ojos” y su “adoración”.

Así que quise ser esa otra.

Quise ser esa mujer perfecta para el. Siempre sonriente. Siempre simpática. Siempre arregladita y complaciente. Una muñequita literalmente. Desde ese momento lo único que oía mi papá de mi, era que todo estaba bien aunque me estuviera muriendo por dentro. Aprendí exactamente como le gustaba el café y la comida y le servía cada vez que podía. En las fiestas de familia, la que lo atendía solícita era yo. Le reía los chistes aunque me parecieran peor que malos. Lo excusaba cuando por su carácter le decía algún improperio a alguien mas. Escuchaba todo lo que quisiera contarme sin contarle yo nada mío para no importunarlo o desatar su mal humor y trataba de parecerme más a su lado de la familia que al de mi mamá, porque sabía que eso lo hacía verme más como de su parte.

Pero nada de esto hacía que el se acercara más y siempre estaba la sombra de “la otra”, que eternamente hacía las cosas mejor que yo y por la cual había abandonado a su familia.

Conforme fui creciendo, la distorsión que tenía con respecto al afecto, se fue haciendo evidente. Era desconfiada del amor que alguien pudiera sentir por mi. Era demandante y vivía aterrorizada con la idea de que me dejaran de querer. Pero a la misma vez, me costaba dejar que me quisieran. Pensaba que si no era lo suficientemente buena y entregada no me merecía el amor y agradecía hasta las migajitas que los demás quisieran darme, afectivamente hablando.

La relación con mi papá se fracturó irremediablemente aunque yo traté un millón de veces de repararla y de repente en algún momento de esa soledad y ansiedad tan terribles, algo cedió y deje de tratar de salvarla. Simplemente puse distancia en todos los sentidos.

Tuve la enorme suerte de contar con amigas que tenían relaciones preciosas con sus padres y que fueron quienes hicieron que entendiera que la del problema no era yo. La familia del que fué mi primer novio, fué un maravilloso ejemplo de la vida familiar que yo tanto añoraba. Una familia amorosa, ruidosa, alegre, unida, respetuosa, cercana a D-os, una familia imperfecta pero feliz y con una comunicación permanente. Me acogieron como a una mas de ellos y me hicieron sentir protegida. Pasé todo el tiempo que pude con ellos y aunque nuestra relación terminó, hasta el día de hoy seguimos en contacto.

Tuve la enorme suerte también de entender perfectamente, que nunca iba a tener una relación de padre e hija como la que soñaba, pero que no por esa razón iba a ir por la vida buscando en otros hombres esa figura, mucho menos iba a buscar a un hombre que como pareja, supliera esa carencia. Y mucho, pero muchísimo menos iba a permitirme ser el plato de segunda mesa de nadie.

Nunca dejé de amar profundamente a mi padre y lo perdoné conscientemente. Le escribí un poema que aun conservo y se lo leí. Pero no fue hasta que tuve 35 años que lo confronté después de mucho pensamiento, y llorando como la niñita de doce años que lo vio irse de la casa y de su vida, finalmente me atreví a decirle todo lo que había sentido por tantos años. Le dije cuanto lo había extrañado y le dije que había sido tan brutal para mi el haberlo perdido, que por muchos años había querido convertirme en todas esas otras que si lo hacían plenamente feliz y que el no lograrlo me había despedazado el alma por todo ese tiempo.

A pesar de esa dolorosa confesión, el no cambió, pero yo si. Pude finalmente dejarlo ir. Eso era lo que realmente me importaba. Dejarlo ir. Dejar ir la angustia, el desasosiego, el temor, los reproches. Dejar ir la sensación de no serle suficiente.

Dejar ir también la idea inocente de aquella niña pequeña, que en algún momento quiso ser la otra.

Mi papá falleció el 23 de abril del año 2008. Hacía varios años se había vuelto a casar con Ada, una mujer amorosa, que lo acompañó hasta el final de sus días y que trabajó con dulzura para que los cuatro hijos nos acercáramos a el y viceversa. Hasta el día de hoy, la amo y le agradezco haber sido la compañera que fue.

Lo único que había entre mi padre y yo en el momento de su muerte era un profundo amor y una relación en la cual la que había puesto las pautas finales había sido yo.