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viernes, 18 de septiembre de 2015

Corazón de perro

A lo largo de la vida he tenido la enorme suerte de ser la mamá de muchas mascotas. Nací con ese instinto maternal y ellas siempre me permitían ejercerlo con propiedad. Cada vez que íbamos a la playa, adoptaba al perro de turno, al que consentía y amaba con total entrega, para desesperación de mis padres y hermanos y para la tragedia familiar completa cuando tenía que dejarlos para volver a la ciudad.

Siempre hubo mascotas en mi casa y eran mi compañía constante, aparte de otra de mis responsabilidades. Ya desde pequeña, entendí que no podían cuidarse o alimentarse solas y aunque en ese tiempo no me hiciera tanta gracia ser la única que se encargaba de ellas, hoy lo veo como una bendición, porque aprendí de la vulnerabilidad, amor y agradecimiento de estos seres maravillosos.

Suki ya estaba en casa de mis padres cuando nací. Me sintió competencia desde el principio y me gruñó y trató de morder hasta el último día de su vida. Pero fuí yo la que la recogió de la calle cuando la atropellaron y la lloré a mares cuando se murió.

Un par de meses después, mi papá trajo a la casa una bolita de pelos blanca y café. Era una sorpresa para mí y me la dió con la advertencia de no subirla a mi cama, pero como ella no dejaba de llorar y yo era muy obediente, bajé el colchón al piso y Lucy y yo dormimos juntas plácidamente.

En mi adolescencia, Lucy tuvo cachorros y de estos, nos dejamos a Suky (con Y al final para no repetir), que era un amor total. Ellas siempre estaban conmigo o yo en el jardín con ellas. En esa época que no me fue fácil, eran la compañía fiel y constante que tanto necesitaba.

Al morir Lucy a sus 16 años y para que Suky no se quedara solita, compré a Chantall, una Cocker Spaniel preciosa, pero más loca que una cabra, que resultó omnívora y arrasó con todo lo que se le puso al paso, desde los muebles de la casa, hasta las flores que mi mamá había sembrado y cuidado con pasión y esmero por muchos años. Para tratar de alejarla de las flores que quedaban vivas y ya bajo la amenaza de mi mamá, que me había dicho que a la próxima flor comida o se iba la perra o me iba yo, se me ocurrió la brillante idea de “fumigarlas” contra Chantall, e hice una bomba de los chiles mas picantes que pude conseguir.

Dato interesante. Los perros son insensibles al chile, pero las flores no.

Terminé por asesinar la última planta de flores de Aves del Paraíso que quedaba en el jardín y Chantall fue a dar a otra casa con jardín pero sin flores, donde vivió hasta el final de sus días.

Después adopté a Chubi. De raza desconocida, pero con algo de Schnauzer, era amorosa y de una simpatía incomparable. A pesar de haber tenido mascotas siempre, Chubi fue la primera con la que establecí una conexión que trascendía las especies. Pero esa enana de personalidad irrefrenable, en una de tantas escapadas, murió cuando la atropelló alguien que ni siquiera se detuvo al golpearla. La lloré al punto de la desesperación.

Unas semanas después, al ver que no se me pasaba la pena, mi familia y amigos me insistieron en que comprara una cachorra que me sacara de la tristeza.

Así llegó Iofi a mi vida. Vivimos en una relación de amor profundo ella por mi y yo por ella y cuando me casé, pasó a ser mi primer bebé. Iofi paseó conmigo a donde yo fuera. Andaba en Kayak, se portaba como una reina, comía sandía y era parte fundamental de mi vida. Cuando nació mi primer hija, no le hizo mucha gracia y en señal de protesta, rompió varias prendas de ropa y esperaba el menor descuido para ir al basurero lleno de pañales sucios, sacarlos y esparcirlos por toda la casa…

Al pasarnos de casa, ella quiso volver a donde vivíamos antes y se perdió. Me dediqué a empapelar de carteles con su foto, toda la ciudad e incluso, logré que en una emisora radial, pasaran la noticia de que ella estaba extraviada. Nada. No hubo noticias hasta que 3 meses después, recibí la llamada de un muchacho que había visto uno de los carteles. El la había recogido y la había cuidado durante ese largo tiempo. Me la devolvió y mi corazoncito volvió a tener paz. Un tiempo después, enfermó y a pesar de tratar de salvarla, murió demasiado joven.

Un par de meses después, compré a Luna, otra Schnauzer que nos llenó de alegría con su dulzura. Ya para ese entonces, mi hija menor había nacido y entre ella y mi hija mayor, la vestían con ropa de muñecas y la paseaban en un coche como si fuera un bebé. Ella lo soportaba todo y nunca hizo ni el intento de defenderse. Luna se enfermó de Distemper por un error en el tiempo de las vacunas. Tuve que dormirla y con ella también se fue un pedazo de mi corazón.

Esa noche, tuvimos que ir al supermercado y al pasar por la veterinaria del lugar, mis hijas vieron que había un par de cachorritos Schnauzer. Después de haber llorado toda la tarde, mis hijas me rogaron que entráramos.

Dos minutos después estábamos las tres sentadas en el piso jugando con los cachorritos.

Tres minutos después, mis hijas en coro me rogaban llevarnos a la hembrita.

Diez minutos después, Pooky era nuestra.

Pooky se convirtió en mi otra hija. De una naturaleza noble y fiel, juguetona, dulce, amorosa, inteligente y con una personalidad mas grande que ella, se volvió mi sombra, mi compañía permanente en las buenas y en las malas.

Cuando nos volvimos a pasar de casa y llegaron nuestros otros “perrijos”, Pooky mantenía su status de reina indiscutible.

Al sepárame y finalmente divorciarme, me angustiaba mucho saber que iba a dormir sola y fue Pooky la que ocupó el otro lado de mi cama, pero roncaba tanto y a tal volumen que tuve que sacarla del cuarto a los pocos días. Aun así, esta pequeña, era mi fuente de consuelo. Solo tenerla cerca me llenaba de paz.

A los meses de haberme separado, decidí que necesitaba un tiempo de reflexión y me fui por unos días a la playa. Solo Pooky fue conmigo.

Pooky y yo.

Terminé por aceptar sus ronquidos y durmió a mi lado la mayoría de las noches. Me acompañaba a llevar y a buscar a mis hijas al colegio. Cuando me sentaba a trabajar insistía hasta que la subía a mi regazo y ahí dormía plácidamente.

En un paseo de tantos al parque, vio un tobogán y para nuestro asombro, corrió, se coló en la fila de niños y se tiró no una sino muchas veces. Hizo lo mismo en cada tobogán que encontró en su camino por la vida.

Fue a la playa conmigo y mis hijas decenas de veces y me esperaba paciente y amorosa hasta que salía del agua, para hacerme una fiesta de bienvenida y después revolcarse en la arena hasta quedar completamente camuflada. Amaba los bananos, el mango, la papaya y el chocolate. Una vez la dejamos en la casa y al volver, mi hija menor se encontró con que un chocolate enorme, ya no estaba…Pooky se lo había comido y se infló como un globo aerostático.

Tenía juguetes propios y sabía distinguir entre la bola, las medias (nada mejor para destrozar que un par de medias viejas) o el “bicho”, un juguete para bebés que amaba con pasión. Me traía los juguetes y no me dejaba tranquila hasta que me levantaba a perseguirla mientras ella feliz “se me escapaba”.

A lo largo de momentos difíciles, Pooky fue mi compañerita silenciosa.

Recuerdo claramente estar un día en mi cama pensando muy angustiada, en que tenía que dejar mi casa y pasarme a otra con mis hijas. Pooky estaba, como siempre, hecha una bolita a mi lado. De repente, caí en cuenta de que no importaba cuán pequeño fuera el nuevo lugar, cuán lindo, nuevo o lujoso. Nada de eso variaba en lo más mínimo el amor de ella conmigo. Eso me dio la fuerza para poner todo en la perspectiva correcta, para hacerles entender a mis hijas exactamente lo mismo y nos hizo mucho mas fácil el trance.

Pooky se fue poniendo canosa.

La cabecita pasó de ser gris a casi completamente blanca y de repente la vimos renquear un poco. Pensamos que se había lastimado la patita jugando y no nos preocupamos mucho. Empezó a perder peso y la llevé a la veterinaria. Parecía tener una displasia leve que con medicamentos se le iba a aliviar. A pesar de mantenerla en la mejor condición posible, la vimos deteriorarse poco a poco hasta que la semana pasada la llevé nuevamente a la veterinaria porque no estaba comiendo nada y había vomitado durante algunos días. La hidratamos y por dos días volvió a ser la misma, juguetona, feliz y comelona.

El jueves pasado empezó nuevamente a vomitar y la llevé de emergencia al hospital veterinario, jurando que lo que tenía era algo gastrointestinal.

La noticia del día siguiente nos dejó devastadas. Fallo renal agudo. Presión arterial elevadísima. Creatitina en niveles críticos. Un pésimo pronóstico por una enfermedad degenerativa y completamente silenciosa. Pasé gran parte del viernes con ella tratando de animarla, hablándole mucho y sin dejar de besarla y acariciarla. Se veía tan chiquitita y débil. Lloré y lloré y lloré, pero traté de no perder la esperanza de que pudiéramos estabilizarla y traerla de nuevo a casa.

Para el sábado no solo no había mejoría, sino que le costaba respirar. Mis hijas y yo estuvimos muchas horas con ella, dándole ánimo y todos los mimos que pudimos mientras llorabamos intermitentemente. A las 11 de la noche nos fuimos y la dejamos en la cámara de oxígeno, con la fe de que al día siguiente iba a amanecer mejorcita.

Me llamaron a las 11 30 pm.

Pooky murió de un paro cardiorespiratorio, aunque trataron de reanimarla por mucho rato.

Yo no estaba con ella y no me lo voy a perdonar nunca. Yo le había prometido que la iba a acompañar y no pude. No pude, no me lo perdono y espero que ella si lo haga.

La enterramos el lunes en un lugar precioso, lleno de naturaleza, árboles y vida.

Hoy, buscando consuelo en los recuerdos, solo puedo echar la mirada atrás y pensar en todo lo que he aprendido de cada uno de mis mascotas.

He aprendido a dejarme dar besos mojados y babosos.
He aprendido a leer en sus ojitos mucho de lo que no pueden decirme verbalmente.
He aprendido que de nada me sirven los sillones de mi casa si no puedo compartirlos sin reservas con quienes me aman.
He aprendido que añoro el olor a perro cuando estoy lejos y cuando llego a mi casa amo que sea eso parte de lo que me recuerde que es mi hogar.
He aprendido acerca de la incondicionalidad del amor.
He aprendido que si alguien se toma el tiempo de hacerme una fiesta al recibirme, aunque haya salido por solo 30 segundos, yo le debo mi tiempo de caricias y afecto.
He aprendido a valorar las cosas pequeñas, la compañía silenciosa, los ojos puros y sin un gramo de malicia.
He aprendido acerca de mi propia capacidad de entrega y de cómo a pesar de intentarlo, nunca será comparable a la de ellos.

He aprendido que por mucho que tratemos nuestro corazón humano jamás será comparable en capacidad de amor, al corazón de un perro.

Suki, Lucy, Suky, Chantall, Chubi, Iofi, Luna, Lulú, Blacky, Pepper y mi Pookyta preciosa, yo que si creo en el más allá, les pido que cuando me toque irme, me ayuden a pasar.


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